domingo, 5 de diciembre de 2010

Buba

Daba por muerto a mi perro, Buba. Desapareció la noche del pasado martes, y no había habido rastro de él desde entonces. Tenía motivos para pensar que estaba muerto: el animal prácticamente no habría comido desde la noche del lunes, estaba ya muy mayor (el próximo 22 de diciembre cumplirá 15 años) y con pocas fuerzas como para pelearse con otros perros (por un poco de comida, por ejemplo), las últimas noches en el pueblo han sido de muchísimo frío... Muchos motivos para temerse lo peor. No tenía ninguna esperanza de encontrarlo vivo, sólo aspirábamos ya a que apareciera su cuerpo en algún lado.

Esta mañana llegó mi abuelo José de la calle: venía, como cada mañana de domingo, del cementerio, de visitar la tumba de mi abuela Dolores. Y no venía solo. Buba venía con él. Vivo. Sin fuerzas (casi no se podía mantener en pie), y pese a eso había podido seguir a mi abuelo desde la otra punta del pueblo. El perro venía famélico. Enseguida le pusimos de comer y agua (aunque, por suerte, agua sea lo único que no le habrá faltado al animal durante estos días). Es un perro duro. Una vez se le cayó un carrillo de la obra, lleno de escombro, sobre la cabeza (estábamos haciendo obra en mi casa: subiendo un carro lleno, del patio a la parte de arriba de mi casa, el carro se descolgó y cayó justo sobre la cabeza del perro, que estaba en ese momento dónde no debía). Quedó K.O., pero al cabo del rato se recuperó (imagino que el dolor de cabeza le duraría algo más).

Así que ya veis. Estamos muy contentos. Buba, cuando tenga que morirse (seguramente lo hará pronto, por la edad), lo hará tranquilo, alimentado y en su casa, en compañía de Duna, su compañera desde 2002. No se merecía morir de hambre o frío, solo, perdido. O atropellado en la carretera. Su aparición nos ha servido para recordar que la esperanza es lo último que se pierde.

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